El caso Wilma Montesi

Wilma Montesi

El fastuoso –y voluptuoso- barroquismo de la escena en la Fontana de Trevi, con la rotunda presencia rubia de Anita Ekbjerg fundida casi en éxtasis con las estatuas de Nicola Salvi, bajo el agua, ha terminado en gran parte por eclipsar el contenido de La Dolce Vita en favor del continente particular del segundo y fascinante episodio del cuarteto, en el que Marcello Mastroianni se rinde sin remisión a los encantos de la venus nórdica, antes de proseguir en los dos episodios posteriores su oscuro, en muchos casos atormentado deambular por un Roma enigmática, simbólica, en particular tras el suicidio de su mentor Steiner: la Dolce Vita, o la primera eclosión en pantalla de una forma de existencialismo inherente en particular a Roma.
Pero es bueno convocar un momento la presencia de Marcello Mastroianni, y de Anita Eckbjerg, y recordar su persecución juguetona, llamándose tierna y provocativamente el uno a la otra, mientras deambulan en medio de un dédalo de calles vagamente tétricas, jugando a perderse y a encontrarse bajo una luz fantasmal, una luz que juega extrañamente con el deseo, en una alquimia de larvado erotismo y cierta sospecha ectoplasmática: la inminencia de un fantasma que estuviera a punto de manifestarse. De pronto, como una sorpresa que invita a contener la respiración, emerge ante ellos la Fontana de Trevi – en una noche de Roma, hacia finales de los 50, después de la guerra, todavía con un sabor de posguerra. Y Anita Eckbjerg entra en el agua fresca de la Fontana como si la décima división acorazada de infantería acabara de desembarcar en Anzio.
Hay un júbilo bajo el agua, manos que la acarician, casi una revelación. Al final de la Dolce Vita esa relación con el agua se vuelve turbia y oscura. La película concluye en una playa a la que llegan al amanecer, para cerrar una noche de fiesta y orgía, una tropa de miembros de la jet set romana, ebrios, desdibujados por la irrealidad del lugar y las circunstancias: pero esa noche el mar ha devuelto a la orilla un monstruo marino, y Marcello Mastroiani es el único lo bastante sobrio como para percatarse de que en la playa hay también una muchacha, una muchacha fantasmal, que le mira desde una duna, al otro lado de un riachuelo, con una sonrisa triste y una infinita expresión de adiós. ¿Es quizá hacia esa muchacha hacia la que desvía la mirada para volver la cabeza hacia la cámara, cuando en el Alfa Romeo magnificado por la presencia de Anita Eckbjerg a su lado, abandona la Fontana de Trevi? ¿Hay realmente un fantasma atrapado en el metraje de La Dolce Vita?
Era el final de una película a la que ese año, 1960, el jurado del festival de Cannes, presidido por Georges Simenon, concedería la Palma de Oro. 1960 fue también el año en que apareció en la prensa, por última vez, el último artículo, firmado por Fabrizio Menghini, sobre la muerte de Wilma Montesi. Menghini seguía convencido de la culpabilidad del tío de la muchacha, insistía en que tenía contactos con redes de distribución de droga, o quizá él mismo era un distribuidor.
Fellini había recogido la historia de Wilma Montesi no tanto de los artículos de Menghini como de boca de Tazio Secchiaroli, fotógrafo cuyo inmenso talento empaña el despectivo término “paparazzo” con que pasaría a la historia, en cualquier caso el más notorio de los paparazzi que frecuentaban la Vía Veneto en los años gloriosos de finales de los cincuenta, comienzos de los sesenta, gran amigo y confidente de Fellini (además de excelente documentador de sus grandes rodajes, en particular Otto e mezzo). Probablemente Fellini procesó la historia como Ettora Scola describe a Fellini procesando sus historias en “Qué extraño llamarse Federico”: rumiándola y extrayéndole aristas simbólicas en sus largas deambulaciones de noctámbulo compulsivo por las madrugadas de Roma. Un fogonazo de paparazzo recibe a Anita Eckbjerg en La Dolce Vita cuando sale del avión en Fiumicino, y como fogonazos debieron ir abriéndose paso en la mente de Fellini las revelaciones de todo cuánto Secchiarolli había ido conociendo en Vía Veneto en torno al affaire Montesi, incluidas las revelaciones de la acusadora principal: Ana Maria Caglio.
Años más tarde Fellini declararía que había sentido la necesidad de hacer una película sobre la vida nocturna de Vía Veneto en aquellos años, pero es posible que en algún lado de su cerebro esa necesidad respondiese a una pulsión más profundo: la de resolver, al cabo de 8 años, y aunque solo fuera simbólicamente, el asesinato de Wilma Montesi, un caso que sigue irresuelto a día de hoy. Mastroiani encarnaría al periodista Fabricio Menghini que había alimentado con sus crónicas, desde el mismo día del descubrimiento, exhumación y análisis forense del cadáver, el morbo de toda Roma. Y en la película estaría encerrada toda la Roma que, de algún modo, había matado a Wilma Montesi.
Roma a través de los años. Un modo de acercarse a Wilma Montesi, a través de los años: el 13 de julio de 2017, el conocido diseñador Roberto Capucci aparecía en la Iglesia de Santa María del Poppolo para asistir al funeral de la actriz Elsa Martinelli, fallecida dos días antes: su aspecto de patricio romano, envuelto en el aura de la fama y la gloria cosechada tras medio siglo de creación de los modelos más exquisitos del siglo, devolvía como una exhalación restos del sabor de aquella Vía Veneto en la que había descubierto a la actriz, a Elsa Martinelli, en una tarde de 1955. Eclipsados 60 años, las fotografías de ese 17 de julio de 2017 en el Corriere della Sera, no firmadas por Tazio Secchiaroli (que murió en 1998), estaban impregnadas de marmórea melancolía romana, una luz que hubieran captado bien Georgione, Henry James o Joseph L. Manckiewicz.
Los periódicos trazaban la azarosa carrera de Elsa Martinelli, con su vago y leve aroma de Audrey Hepburn toscana: joven italiana de origen modesto cuya belleza alada y una gracia fogosa e innata la habían propulsado hasta el Olimpo de las estrellas, ya antes de que Kirk Douglas se la hubiera llevado en 1955 a Hollywood para interpretar a la joven sioux Onahti en “The Indian Fighter”, antes de que Mario Monicelli la hubiera convertido en la adorable Donatella, y también antes de que Orson Wells la enrolase para su versión de “El Proceso”, con Anthony Perkins, y Howard Hawks contase con ella para Hatari (y la música de “Walk of the Little elephant”, con Elsa Martinelli precediendo a las dos crías de elefante, de Henry Mancini, es la música por la que se pierden los primeros recuerdos de toda una generación de baby boomers).
Desde el sabor desconsolado de la belleza robada, la belleza perdida, lo insoportablemente efímero de la belleza, surgía con asombrosa acuidad la evocación de Wilma Montesi ese 13 de julio de 2017, y frente al cumplimiento solar y el disfrute de todo lo mejor que la vida puede dispensar, aparecía el recuerdo fúnebre de Wilma Montesi, que a tenor de las declaraciones de los testigos en el proceso por su asesinato, soñó, como tantas otras chicas de su generación, con una vida en el cine, una vida incandescente como la de Elsa Martinelli, a la que solo llevaba dos años, y lo único que obtuvo fue el beso frío de las olas que en la mañana del 13 de abril de 1953 acariciaron su cadáver en la playa de Tor Vajanica, cerca de Ostia, a apenas 40 kilómetros de Roma. No muy lejos del lugar donde 25 años después aparecería, masacrado, el cadáver de Pier Paolo Passolini.
Si en vida Wilma Montesi no pudo materializar su sueño de convertirse en actriz, su muerte sí tiene todos los elementos de un guión cinematográfico, y obsesionó a Roma durante años. Exterior día; amanecer: el cadáver de una muchacha, bellísima, aparece flotando en la playa de Tor Vajanica , a la orilla del mar. No era el 17 de julio de 2017, día en que una Wilma Montesi que hubiera cumplido su ciclo vital, como Elsa Martinelli, hubiera podido morir por causas naturales. Era el amanecer del 13 de abril de 1953, Wilma tenía 21 años, y su cadáver fue descubierto en las primeras claridades del alba por el albañil Fortunato Bettini, que tomaba un café en un establecimiento cercano antes de volver al trabajo en un edificio en construcción.
Wilma llevaba 16 horas fuera de su domicilio en la Vía Tramontina de Roma nº16, donde toda su familia la aguardaba angustiada. Era una joven hogareña que tenía pensado casarse en pocos meses con su novio, el policía Angelo Giuliani, transferido recientemente a Potenza.
La tarde anterior había rechazado una invitación de su madre y su hermana para ir a ver una película en el Leys, un cine cercano: la película era “La carroza de oro” de Jean Renoir, y un testigo de la familia recuerda haberla oído: “no me gustan ese tipo de películas, no me gusta Ana Magnani”. Jean Renoir quizá le hubiera salvado la vida; en lugar de eso, a las cinco y media de esa tarde de abril, la tarde antes de las vacaciones de Pascua, entró en el tranvía de Ostia, en dirección a un destino que, de reflejarse en película, hubiera estado más cercano a las dimensiones de Darío Argento, o al menos el cine negro americano que Wilma veía en el Cine Leys, y que sin duda le gustaba más que las películas de Ana Magnani. Mañana del 13 de abril de 1953, pues, playa de Tor Vajanica, y Wilma Montesi, de 21 años, cuyo fantasma reaparecería siete años más tarde, como atrapado entre los fotogramas de La Dolce Vita, está muerta ahí, para siempre.
Como incidente de crónica negra, la inaudita aparición de su cadáver alimentó alarma y especulaciones desde el primer momento. Los lectores en español tuvieran noticia a los pocos días, a través de una crónica en la que Gabriel García Márquez, a la sazón corresponsal de “El Espectador” en Roma, describía con precisión de escalpelo todos los pormenores relativos a la aparición del cadáver y el análisis forense, y cómo a la luz de esas informaciones la “questura” de Roma se había inclinado por archivar el caso, considerando que la joven había sufrido una indisposición letal mientras caminaba a la orilla del mar, donde había acudido para remojar sus pies, ya que en el talón del pie derecho sufría un eccezema que le provocaba importantes trastornos.
Entre abril y octubre de 1953, la vida de los ciudadanos de Roma habían transcurrido sin más sobresaltos que las tensiones habituales entre la Democracia Cristiana, el Partido Comunista; en el verano de ese año se rodó la película “Vacaciones en Roma”, con Gregory Peck y Audrey Hepburn – una pariente cercana de Wilma Montesi había intervenido en la película como figurante.
Pero como historia policial, el caso Montesi empezaría en realidad 6 meses después de su muerte, en octubre, cuando un artículo publicado en una revista mundana, Attualità, recién creada por un joven periodista llamado Silvano Muto, venía a echar por tierra toda la versión oficial sobre la que se había apoyado la policía para archivar el caso bajo la conclusión “una desgracia personal”.
El caso había venido coleando, cada vez más diluido y disperso, en la prensa. Fabricio Meneghini había administrado especulaciones, rumores.
El artículo publicado en octubre por la revista de Silvano Muto produjo un shock sísmico: proponía una versión totalmente alternativa, basada en testimonios directos de testigos que habían presenciado “el crimen”, daba nombres. Atribuía la responsabilidad del crimen a un turbio personaje relacionado con la alta sociedad romana, un tal Ugo Montagna, organizador de fiestas y orgías en un palazzo, Capotonda, cercano a la playa en la que había aparecido el cadáver de Wilma, y a un compositor y músico de jazz, Piero Piccioni, habitual de las soirées y también de las orgías organizadas por Ugo Montagna , en el decurso de una de las cuales Wilma habría consumido una mezcla letal de drogas y alcohol que le habría provocado la muerte

La acusación contra Montagna y Piccioni se basaba en el testimonio de dos personas. La primera era Adriana Concetta Bisaccia, “la existencialista”. Un alma problemática (ambiciones de actriz, un aborto reciente que la había llevado a desplazarse a Roma; como secuelas de su aborto sufriría dolores tan intensos que buscaba consuela en la morfina y otras drogas, para procurarse las cuales frecuentaba un establecimiento, “Il baretto”, en Via del Babuino, donde habría encontrado a personas como Piccioni (el músico de jazz, hijo del prominente político cristianodemócrata Attilio Piccioni), que la habrían introducido al grupo de Capocotta. Adriana declaró al periodista que había participado con Wilma en una orgía en Capocotta, en la que habrían participado también nombres conocidos de la nobleza de la capital e hijos de algún político de relieve. Según la chica, Wilma Montesi había ingerido un cocktail letal de drogas y alcohol y, a continuación, había sufrido un grave malestar del que se habría derivado la muerte. El cuerpo exangüe habría sido transportado a la playa por algunos de los participantes en la orgía, donde en efecto fue encontrado la mañana del 11 de abril de 1953. Mencionaba a Piero Piccioni como uno de los participantes en la orgía mortal.
Más compleja es la declaración, y también la personalidad, de la segunda parte acusadora: Maria Augusta Moneta Caglio, “El cisne negro”. Descendiente de una familia patricia de Milán (entre la que se cuentan notables emprendedores y un premio nóbel de la paz), Maria Augusta Moneta Caglio intentaba labrarse un futuro en el cine, en el momento de los hechos. En Roma se había convertido en amante de Montagna, en torno al cual gravitaba la alta sociedad romana.
Maria Caglio, antes de la publicación del artículo, había hablado ya con el fiscal Siguranti dos veces. Declaró al periodista Muto que Montesi se había convertido en la nueva amante de Montagna. Tras su asesinato, había vuelto a Milán. Consciente de los riesgos que corría al hablar sobre el caso Montesi, había buscado protección en un amigo sacerdote. A instancias de su tío, había consignado una memoria de los hechos a este sacerdote jesuita. En ella confirmaba la responsabilidad de Piero Piccioni y de Montagna: habrían sido ellos los que portaron el cuerpo de Wilma a la playa para despistar a los investigadores. Había enviado una copia también al Papa.
Fue así como estalló el escándalo Montesi, que al año siguiente llegaría a socavar las bases mismas del Estado italiano. En marzo de 1954 el jefe de la policía de Roma, Tomaso Pavone, se vio obligado a presentar su dimisión; poco después, con aplauso del pueblo romano (que había empezado a ver la historia como una afrenta de la élite contra la gente común) se nombró a un nuevo juez instructor. A medida que las acusaciones cercaban cada vez más férreamente a su hijo, Piero, Attilio Piccioni, ministro de exteriores y cabeza de una tendencia en la democracia cristiana contraria a la dirección de Amintore Fanfani, se vio obligado a presentar su dimisión. El 21 de septiembre de 1954, tras haber instruido los 90 tomos de la investigación, el juez Sepe dictó orden de arresto contra Piero Piccioni, y también contra Ugo Montagna. Junto a ellos, el juez citó a juicio a Saverio Polito, jefe de la policía de Roma, por negligencia deliberada en la instrucción de los hechos. Piero Piccioni ingresó inmediatamente en la cárcel de Regina Caeli, de donde salió bajo libertad condicional un año después, en 1955, una vez que el juez Sepe concluía los 500 folios de la acusación contra Piccioni, Montagna y Polito. Solo en diciembre de 1956 se designó la ciudad donde serían juzgados: Venecia. El 20 de enero de 1957, tres años después del asesinato, se inició el proceso en el caso Wilma Montesi.
El proceso duró seis meses. Piero Piccioni basó su defensa en la coartada de que la noche del crimen había estado cenando con la actriz y amiga Allida Vali (protagonista de películas como El tercer hombre o El proceso Paradine), lejos de Roma; Ana María Moneta Caglio se reafirmó en sus acusaciones, y declaró que Montagna estaba al frente de una red de tráfico de estupefacientes; el periodista Meneghin desvió la atención hacia el tío de Wilma Montesi, acorralándolo en la red tejida por investigaciones en las que había trabajado durante años.
La coartada Allida Vali funcionó: en mayo de 1957, Piero Piccioni quedó absuelto. Las condenas recayeron en realidad sobre los acusadores: Ana María Moneta Caglio y Silvano Muto, por difamación.
No se depuró ninguna conclusión sobre el asesinato de Wilma Montesi: en este sentido, el caso sigue irresuelto, podría abrirse en cualquier momento.
Muy resumidos, estos son los hechos esenciales en el caso Montesi. El lector que desee profundizar en las vastas implicaciones sociales, políticas, jurídicas y culturales del caso Montesi dispone de una amplia bibliografía. Tres libros compiten por contar la historia desde tres perspectivas diferentes (la universitaria (estudios culturales), el periodismo de difusión, la criminalística, y han sido utilizados en este escueto sumario: Stephen Gundle ha explorado la relación entre el caso Montesi y el universo de La Dolce Vita, y su libro está disponible en español, editado por Seix Barral: “La muerte y La Dolce Vita”, año de publicación, 2012. Karen Pinkus, profesora de la Universidad del Sur de California, ha narrado todas las implicaciones del caso en forma de un ameno, profundo y sugestivo pastiche de guión en “The Montesi Scansal”. Pasquale Ragone en “La verginità e el potere” ha actualizado la bibliografía sobre el caso con información desclasificada en años recientes y su libro data de 2015. Quien quiera conocer más sobre el influjo de los paparazzi en la cultura italiana de la época, o las implicaciones políticas – una posible trampa tendida desde el mundo jesuítico contra Attilio Piccioni, a través de su hijo, para apartarlo de su influencia en las líneas maestras de la democracia cristiana que gestionaba la evolución de la posguerra italiana, encontrará en dichos volúmenes la respuesta a numerosas preguntas. Es muy interesante también el ensayo de Hans Magnus Enzensberger sobre el caso Montesi en su volumen de ensayos “Política y delito”, del que es posible consultar un amplio extracto en la web “Criminalia”. Enzensberger cita textualmente la declaración de Ana María Caglio del 4 de marzo de 1954 ante el juez Sepe, cuando el caso era objeto de revisión ante el Tribunal, tras el artículo aparecido en la revista Attualità:
“una noche de abril del año pasado, cuando Ugo Montagna y yo nos disponíamos a sentarnos para cenar, sonó el teléfono. Piero Piccioni estaba al aparato. Pidió a Ugo que fuera urgentemente a ver al jefe de policía para arreglar el asunto. Ya era tarde, aproximadamente las nueve y media, y yo confiaba que Ugo no saldría aquella noche. Pero me instó a que terminara de cenar rápidamente y luego fuimos en coche al Viminal, sede del Ministerio del Interior, dejando el coche aparcado al lado derecho de la entrada. Al momento apareció Piero Piccioni, hijo del ministro de Asuntos Exteriores, y estuvo hablando con Montagna durante largo tiempo, mientras paseaban juntos, caminando arriba y abajo. Yo permanecí en el interior del coche. Luego entraron en el edificio del Ministerio y, aproximadamente al cabo de media hora volvieron a salir. Piccioni estaba visiblemente nervioso, mientras que Ugo daba la impresión de estar más seguro de si mismo. Piccioni se despidió y Ugo subió al coche, al tiempo que me decía: Bien, la cosa ya está arreglada. Entonces le pregunté cómo lo había conseguido y, más tarde, comenté: No me parece bien. Si Piero ha dado un paso en falso, que pague por ello, por muy hijito de ministro que sea. Al oír esto Montagna, colérico, me gritó: él nada tiene que ver con lo ocurrido. Cuando murió Montesi, él estaba en Amalfi con Alida Valli. Enseguida me di cuenta de que no era cierto lo que Ugo me estaba diciendo y le repliqué: Él no podía estar en Amalfi porque te ha llamado desde Roma. Me dijo con voz pausada: Oye, pequeña, me parece que sabes demasiado. Un cambio de aires te sentará bien. Lo mejor sería que te fueras a Milán una temporada. Luego añadió que si no me iba por las buenas, él se encargaría de que la policía me desterrara. Comprendí que lo mejor era mantener la boca cerrada. Esto que digo ahora es lo mismo que declaré al juez de instrucción, quien me aconsejó que me apartara todo lo posible del asunto y no interviniera en el proceso, consejo que repitió en varias ocasiones”
Esta declaración de Ana María Caglio, que provocó grandes murmullos, un tumulto y un ruido indescriptible en la sala, fue básicamente la que envió a Piero Piccioni a la cárcel de Regina Coeli.
Curiosamente, por exhaustiva que resulte la bibliografía citada, ninguno de los autores se detiene lo suficiente a considerar que Piero Piccioni fue la primera y única persona inculpada directamente por el asesinato de Wilma Montesi, el único en pagar por la muerte de Wilma Montesi, y una vez que aparece su nombre, tanto en la historia, como en esta breve reseña del caso, todo adquiere una nueva dimensión. Al menos este autor quisiera entrar brevemente en la dimensión de Piccioni, porque si algo falta en el caso Montesi es una valoración de la grandeza como músico de jazz y compositor de melodías para películas de Piero Piccioni, su presunto asesino.
La música de Piccioni pone toda la historia bajo una luz diferente, y esa es la razón principal de la escritura de este artículo. Cuando Piccioni murió en julio de 2004, dejó detrás un legado increíble: la partitura de más de 300 películas. Ver el caso desde la perspectiva de su música es obligado cuando uno empieza a obsesionarse, por ejemplo, con los acordes de su melodía para una gran película de Lina Wertmüller, “Travolti di un insolito destino nel azurro mare di agosto”, de 1975 . Piccioni puso música a la vida de todo un período de la República italiana, un país en el que la democracia cristiana adoptaba la máscara del poder para desactivar la poderosa emergencia del partido comunista, un país que se contagió de una gran aceleración económica en los sesenta, y que siempre supo encerrar su vida íntima en fábulas musicales llenas de sabor.
En “La notte brava”, de Mauro Bolognini, una de sus primeras composiciones tras salir de la cárcel, Piccioni borda una de sus columnas más logradas. Todo parece estar en estado de gracia en esta obra maestra: la imaginación visual de Bolognini, con un frenesí de ballet perfectamente sincopado y orquestado que recuerda, y supera, las melodías de Leonard Bernstein, la garra con la que se enfrentan todos los actores al guión de Pier Paolo Passolini: una Elsa Martinelli por la que ya habíamos pasado al inicio de este artículo que se complementa como anillo al dedo con Ana Marial Lualdi en el papel de dos prostitutas hermanadas en el odio y la complicidad para arrebatarle un botín a dos gángsters interpretados por Laurent Terzieff y Tomás Millian. Cine poderoso para una inolvidable fábula de arrabal.

Resulta en cierto modo estremecedor visualizar “El asesino” (1961), de Elio Petri, con guión de Tonino Guerra, a la luz del caso Montesi : Petri y Guerra empezaban a socavar las bases del neorrealismo con una estremecedora película policial que parecía servida por la historia vivida en carne propia por la persona que servía la potente banda sonora de esta joya secreta del cine negro italiano. Volvemos a encontrar a Mastroianni. Son tensas e intensamente contrastadas las luces de la madrugada en que Mastroianni, un anticuario que será acusado de haber matado a su amante, vuelve a casa, entra en la sala, se despoja de su abrigo y pone en marcha un tocadiscos: del tocadiscos emerge desafiante y rabiosa, a la vez que aparecen en pantalla los títulos de crédito, la incisiva música de Piccioni, un Piccioni que solo pudo leer el guión como el desamparado reflejo de un calvario personal. Durante el juicio de Venecia había declarado a un periodista: “es imposible explicar el tormento de ser considerado un asesino”. Se conserva una foto suya a la salida de una de las vistas en el Tribunal Superior de Justicia, enero de 1957. Aparece en ella, contra el trasfondo en blanco y negro de los canales y de la arquitectura veneciana, rodeado de policías y agentes de seguridad, hirsuto y tenso, más como un abogado – y había estudiado y terminado la carrera de derecho- que como músico de jazz. Saldría absuelto, pero le quedaba una deuda por saldar: expresar con su música el tormento de haber sido durante cuatro años sospechoso de un asesinato, y haber purgado un año de cárcel por ello. Todo eso está, sintetizado, lacónico, extremadamente expresivo, en la inquisitiva y sinuosa columna sonora de “El asesino” (1961), que sería posible calificar de excelente muestra de “crime jazz” y que a su vez acompañará el discurrir de la historia, no exenta de ironía y algún toque de comedia: el esfuerzo de Mastroianni por convencer al comisario Palumbo de que no fue él el asesino de la señora Matheis. Con aplomo y seguridad lo consigue, pero la escena final de la película es desarmante y arroja un vuelco de inquietud sobre todos los argumentos presentados, todos los diálogos mantenidos, todas las pruebas aportadas. Piccioni iba a vivir por mucho tiempo en la posibilidad de ese vuelco. Le encontraremos cuatro años más tarde, en 1965, en otra colaboración magistral con Elio Petri.
Entre tanto Piccioni se rehízo: continuaría una colaboración con Francesco Rossi que había iniciado con I Magliai en 1959 y que ya no se interrumpiría. Rossi no podía prescindir de Piccioni: estaba obsesionado con su música, no podía permitir que ningún otro compositor metiese mano en sus películas. Y Piccioni desplegó para Rossi todo su arcoiris musical: desde sus potentes acordes de crime jazz en Lucky Luciano, Las manos sobre la ciudad, El caso Mattei, hasta el lirismo desaforado y sofocante de Cristo se detuvo en Eboli o su adaptación de la Crónica de Una Muerte Anunciada, de Gabriel García Márquez – García Marquez no había profundizado nunca en la segunda parte de la historia de Wilma Montesi. En 1962, su composición para la versión italiana de Le Mépris, de Jean Luc Godard, eclipsaría a la propia banda original de Georges Delerue, y hoy es casi imposible disociar a la Camille interpretada por Brigitte Bardot de la tierna melodía de Piccioni.
En 1965 Piccioni compone la banda sonora para La décima victima, de Elio Petri. Es una película sorprendente: más comprensible hoy, quizá, de lo que debió serlo en su momento. Basada en un relato corto de Robert Sheckley, al que la película le gustó tanto que decidió retomar el relato para convertirlo en una novela, inspirada a su vez en la película de Elio Petri. Firman el guión Ennio Flaiano y Tonino Guerra. Ursula Andress incendia la pantalla en cada plano, infinitamente más sexy que en Doctor No, el primer Bond de dos años antes. No está menos sexi Elsa Martinelli, en el papel de amante de Marcello, pero también asesina psicódelica que con un atuendo de Barbarella o Modesty Blaise da caza a sus víctimas entre las ruinas del Foro Romano. Mastroianni demuestra tanto aplomo como el que podría mostrar Michael Caine con un planteamiento semejante. Encontramos de nuevo al viejo equipo. Y la guerra de guerrillas que Petri, Guerra, Piccioni y Mastroioanni venían desarrollando contra los postulados del neorrealismo se convierte en un desafío clamoroso: nos trasladan a un escenario de ciencia ficción con decorados de psicodelia que Petri maneja con un talento visual de auténtico orfebre. A nivel visual la película es una impecable obra maestra del pop art. En el argumento subyacen elementos de Orwell. Y la banda sonora consagra a Piccioni como un maestro de la psicodelia. Los años 60 le vienen como anillo al dedo a Piccioni. Encuentra la sintonía perfecta para conectar con la década del LSD, las drogas, la liberación sexual, las atmósferas libérrimas, evanescentes, los contrapuntos de espirales y perspectivas hacia el infinito de Rothko o Jasper Johns. Su orquestación para La décima víctima no desmerece de un lugar en la discoteca junto a los Beatles, o la Velvet Underground. Piccioni estaba por entonces en los cuarenta, pero los 60 parecen llegar a él como el objetivo alcanzado de toda una vida, como una liberación. Y su música se libera. Libera también a quien la escucha. En la partitura de La décima víctima juega con espirales irónicas y socarronas de sonido, contrapuntos inesperados, una inmensa capacidad de seducción. Bajo su apariencia futurista, la película encierra una profunda reflexión, demoledora, sobre la sociedad de consumo y la deshumanización. Habla de una sociedad que ha liberado al asesinato de toda sanción penal, autorizándolo bajo un juego extremadamente regulado (el ojo masónico aparece omnipresente en la película) en el que existen cazadores y cazados. A Ursula Andress, una asesina americana, Catherine en la película, se le ha asignado el papel de cazador, y la víctima a la que debe abatir es un italiano extremadamente frío, un tipo cool que no se dejará cazar fácilmente, encarnado por un Mastroianni que demuestra aquí una versatilidad asombrosa. El lugar para la caza es Roma. En Roma les espera el “Vals en espiral” de Piero Piccioni, que de algún modo había vivido todo eso: el juego con la vida y la muerte, la legalización del asesinato como un juego de rol entre humanos, encuentran plena comprensión en la música de Piccioni. La socarronería de Tonino Guerra consigue que en muchos momentos el drama se tiña de alta comedia.
Y no deja de ser curioso que Petri, o Piccioni, nacidos a finales de los años 20, 30, comprendan y asimilen tan bien la cultura pop de los nacidos inmediatamente después de la segunda guerra mundial. Cabe señalar que si para estos últimos la cultura pop es el medio mismo, Petri llega a ella, como Antonioni o Visconti, como elemento para una reflexión. A lo largo de las décadas siguientes, Piccioni seguiría componiendo muchas más columnas musicales lisérgicas, para entornos de cocktail lounge de la alta sociedad.
Si Wilma Montesi hubiera seguido viva, ¿hubiera evolucionado también hasta convertirse en una chica ye yé? ¿Habría disfrutado la visión de La Décima Víctima en el cine Leys, cerca de la casa de sus padres? Imposible saberlo porque a ella le correspondió el papel de primera víctima. Y hay un salto cualitativo que no es fácil sortear: su asesinato parece ligado indefectiblemente a un blanco y negro de neorrealismo. Imaginarla atravesando el largo pasillo de su casa, ajustándose su estrecha falda, dirigiendo una última mirada hacia el reloj de la portería, donde las agujas se acercan a las cinco de la tarde –el tiempo justo para coger el tranvía hacia Ostia, obliga a recurrir mentalmente a los encuadres de Rosellini y a los tics de Ana Magnani, que no le gustaban. ¿Fue al palazzo de Ugo Montagna aquella tarde de abril de 1953 porque en el entorno del marqués, con invitados como Piero Piccioni que tocaba su jazz seductor para los invitados de la jet set, se vivía ya en 1953, con apoyo de drogas y alcohol, una atmósfera de años 60?

Piccioni siguió encontrando melodías mágicas, llenas de un extraño encanto. Son muy hermosas sus composiciones para “Ti ho sposato per allegria”, una adaptación de Luciano Salce sobre la pieza teatral de Natalia Ginzburg; es inolvidable la entrada de los vibráfonos y batería en L`attico, de Gianni Puccini. Aún podía superarse a sí mismo y componer la que quizá es su obra maestra: “Travolti da un insolito destino nello azzurro mare di agosto”, para la película del mismo título de Lina Wertmüller, ya de 1975, en plena madurez. Música para un lounge fabuloso, en un lugar fuera del espacio y del tiempo, para ilustrar el lado milagroso de una Italia capaz de generar mafia y Maserattis o Ferraris, a partes iguales, un vermuth único en un lugar del crepúsculo. Parece como si Picionni lo hubiera dicho todo con su música sobre 60 años de la República Italiana: su música, más que Morricone y la prestigiosa nómina de compositores italianos de los años 60 y 70, encierra la policromía perfecta para reflejar todos los avatares de la historia italiana. En las películas que musicó está lo mejor y más renovador del cine de una Italia que se industrializaba, que abandonaba el campo por la ciudad, que emigraba, que se enfrentaba a la mafia o el terrorismo, que deliraba bajo efectos del LSD. En la música de Piccioni para esas películas está siempre el tono perfecto, la melodía inolvidable. Es curioso que en muchas de ellas se repita una constante argumental: la historia de una joven hermosa que desea acceder a la alta sociedad, sin ser capaz de traspasar el férreo muro tras el que se protegen los miembros de una nobleza negra romana de vieja estirpe.
A los acordes de uno de esos hermosos temas de Piccioni, rescatados hoy gracias a youtube, podemos ir acercándonos al final.
Y en el final hay un gran palazzo señorial, sumido en la niebla de la campiña italiana, a 60 kilómetros de Milán.
Piero Picioni fue el sospechoso principal del asesinato de Wilma Montesi. Y así lo sostuvo hasta el final de su vida Anna María Moneta Caglio, su acusadora. Anna María Moneta Caglio, encerrada en una niebla como de película de Puppi Avati, durante décadas, en la gran casona familiar de Caponago donde fallecía el pasado 13 de febrero de 2016, a los 86 años de edad. 60 años antes, había “atormentado” a Italia con sus indiscreciones sobre el caso Montesi. También ella había querido ser actriz, una foto de la época la rescata bailando en una noche de Via Veneto con el paparazzo Tazio Secchiarolli. Se sabe que llegó a protagonizar una película titulada, simbólicamente, “Ragazza de Via Venetto”. Después se había retirado, para siempre.
En el largo crepúsculo de la soledad y el olvido, a los periodistas que se acercaban a su puerta, y con los que accedía a una declaración, les repetía siempre, a media voz, y con una voz cada vez más apagada: “el asesino fue Piero Piccioni”.

Derek Raymond (revista Prótesis – 2016)

Derek Raymond (Revista Prótesis – 2016)

Basta una invitación para elegir a un raro entre tus detectives raros preferidos, para que uno entra de inmediato en una cábala de posibilidades como una especie de cubo de Rubik: Especulas con Ross McDonald, que aparece envuelto en una sensual y sugerente calina californiana y te mira fijamente mientras permaneces cavilando, lees dos novelas más de su larga y prolija saga, ¿es Lew Archer?
Te preguntas por qué tu mente descarta casi inmediatamente a los autores y detectives anteriores a la segunda guerra mundial, por qué solo pones en hora el reloj de tus elucubraciones a partir de ese momento. Piensas en cómo ciertas obras de Hammett y Chandler presagian el advenimiento de la guerra y ofrecen una explicación alternativa. En el Hammett de 1936, después de varios años trabajando para la agencia Pinkerton, la Orden de Malta vuelve a enviar el ominoso halcón maltés que durante siglos ha sido presagio de espantosas hostilidades; Chandler pinta en “Adiós Muñeca” una radiografía de la ciudad de los Ángeles en vísperas del primer bombardeo sobre Tokio y muestra finamente, por debajo del conflicto de fondo, la importancia de los bonos de guerra como factor que ha influido en la entrada de Estados Unidos en el conflicto. Piensas en Jim Thompson y su militancia en el partido comunista durante los años de Oklahama. Ross McDonald ofrece una extraña panorámica. Piensas en Ross McDonald leyendo en su cuarto de universidad “El halcón maltés”, ajustando las frecuencias de Hammett para concebir una figura, Archer, que le ayudará a recorrer cuatro décadas de vida norteamericana, con la elegancia literaria de un Stevenson traspasado al siglo veinte, y un vago sabor de tragedia griega.
La última novela de McDonald, “El martillo azul” es de 1983 y con ella se cierra hasta cierto punto el ciclo de la narrativa clásica norteamericana. Mi punto de partida empieza ahí, dibujándose contra el paisaje del país de Derek Raymond en el sur de Francia: un país titánico, a unos 100 kilómetros al norte de Montpellier. Volvía de entregar en Barcelona la traducción de una novela escrita por una de las autoras británicas que se declaran herederas de Derek Raymond, me detuve en un aire de servicio en mitad de la tarde, y de pronto allí en Tarnes todo olía la presencia de Raymond, la vastedad de la tarde, las profusas colinas moteadas bajo inmensos juegos de luz y sombra. Al cabo de un café, poco antes de acceder al viaducto, pasé Millaud. En algún lugar debía estar el torreón donde había vivido más de una década, escrito algunas de las mejores novelas negras del siglo, trabajado duramente como jornalero agrícola. En una calle empinada de Rodez, detrás de la catedral, me encontré con un oscuro callejón que preserva su nombre: “impasse Derek Raymond”. Acudo aquí, pues, como alguien que se quedó perdido en el callejón Derek Raymond, y propongo convocar su presencia en este número. No sé muy bien qué quiere decir “raro”, ni si la connotación es positiva o negativa, pero original sin duda lo es: Derek Raymond es autor de algunas de las novelas más raras y originales del género.
La novela negra le dio a Derek Raymond una segunda vida como escritor, hasta cierto punto le permitió reescribir los libros que había dejado atrás, antes de su hiato vital en Francia. Consiguió encapsular en el género tanta energía como había vertido en los años 60.
Es literatura negra también, aun cuando no juegue con características del género. Conocía ya uno de esos potentes libros del primer Raymond: su orwelliano y fascinante “A state of Danemark”, historia de un periodista inglés auto exiliado en Italia tras combatir desde su diario la emergencia de un dictador fascista en Gran Bretaña, ya en Italia declara anarquista a la pequeña comunidad toscana de Roccamaritima, y la escinde de Italia. Podría parecer sumamente inverosímil pero en realidad es un relato autobiográfico. The Crust on Its Uppers (Crema inglesa), Private Parts and Public Places, Bombe Surprise y State of Denmark constituyen una anatomía exhaustiva de los sesenta y de los parámetros de la criminalidad durante esa década que Raymond atravesó como traficante de obras robadas (en Amsterdam), taxista, contrabandista de vehículos procedentes de Gibraltar en España, y casi lexicógrafo del cockney londinense en su primer libro hoy de culto, The Crust on its Uppers, que Anthony Burgess admiró, y en el que se inspiró en parte para su Naranja Mecánica. Cuando aún firmaba como Robin Cook, Raymond (que tomó este segundo nombre para desmarcarse del autor de best sellers médicos), se afianzaba como el mejor heredero de Orwell y como el novelista que, por encima del desprecio de la crítica, reflejaba a través de sus políticos fascistas, sus chulos, sus buscavidas y sus chaperos todo un periodo con una riqueza de matices y una profusión verbal inigualables. Más tarde diría: “gente como Kingsley Amis ocupaba el ascensor de subida, yo tenía todo el ascensor de bajada para mí solo”.
La fidelidad de François Guérif, director de la Série Noire, para con Cook es duradera. Ha transitado y recorrido con él la inmensidad de ese ascensor de bajada. Mientras quien esto escribe recorría en una incipiente tarde primaveral el Callejón Derek Raymond en Rodez, se imprimía en Francia la traducción de otro de los libros esenciales del Raymond anterior a la época negra: “Legacy of the stiff upper lip”.
Si hay un equivalente del corazón al desnudo, el sueño literario de Baudelaire, es este hipnótico libro, donde la azarosa vida de Raymond encuentra su plasmación en literatura. Y es mejor escucharla de boca del propio Raymond, transmutado en la obra en Georges Breakwater, treinta y tres años, marginal sin empleo, vástago de una familia rica, ex alumno de la prestigiosa facultad de Eton, condenado a una multa de cincuenta libras por atentado al pudor. Firmemente incitado por el magistrado a consultar a un psiquiatra, Breakwater revelará grandes jirones de su pasado, y en un vertiginoso y existencialista monólogo, la esencia de la clase social de la que procede, y que rechaza y condena violentamente. Según Guérif, “un relato en gran medida autobiográfico que ayuda a comprender la génesis de este gran autor rebelde que fue Robin Cook: estupidez y crueldad de la alta clase británica, injusticia, violencia social y psicológica”. El diálogo en el que Breakwater habla con su psicoanalista, la señora Zonderzeit, es magmático, hipnótico. Hace pensar en Malcolm Lowry, pero es más vasto que Lowry. Se oye el transcurrir de su infancia en los años 30, suena la guerra de España entre los edredones, las campanillas, el entrechocarse de los tenedores y las cucharas de una mansión adinerada, todos los misterios de la infancia. El despertar del sexo es brutal en las praderas de Eton es brutal y multiforme. Es también el libro en el que Raymond mejor relata su larga y tormentosa relación con España. Inolvidable el capítulo espectral, buñueliano, en el que visita las Hurdes (su novia en la época del tráfico de vehículos de contrabando era de Salamanca), y sus páginas salmantinas dan toda la medida de lo importante que fue España en su vida, a muchos niveles.
Dentro de la literatura británica, es quizá el libro que mejor absorbe la filosofía existencialista del continente: Camus, Sartre y Heiddegger combaten en sus páginas. En palabras de un crítico británico: “la visión del mundo de Raymond es una visión de plenitud. Allá donde el existencialismo sugiere que el mundo es negro, Raymond sugiere que no es nada sino luz. Nos ciega y nos paraliza esta luz y nos obliga a elaborar creencias y mitologías adecuadas para filtrar la luz y hacer el mundo comprensible. Más que vacía de metanarrativas en las que nada importa, Raymond nos presenta un mundo donde todo importa”.
No es posible entender a Stanilad, el escritor asesinado de su primera novela negra: “He died with his eyes opened” (Murió con los ojos abiertos) sin pasar por el fenomenal repaso psicoanalítico de “Legacy of the Stiff Upper Lipp”, el libro con el desaparecía Robin Cook y se cerraba todo un periodo de su vida. Siguen diez años extraños en Rodez, Francia, empleado en labores agrícolas, especialmente en grandes plantaciones vinícolas.
El escritor que aparece diez años después ya no es Robin Cook: pasa a llamarse Derek Raymond, y opera en el campo de la novela negra, a la que accede para subvertirla y llevarla hasta todos sus posibles límites. Antes de Derek Raymond estaba Ted Lewis y su “Get Carter”, después de él vendría Ken Bruen: entre los tres acotan un territorio muy definido y poderoso de la novela negra británica.
Con “Murió con los ojos abiertos”, publicado en 1984, Raymond iniciaba su segunda vida como escritor. El argumento es mínimo. Un detective innominado de la división de la policía metropolitana londinense que investiga los casos no resueltos es asignado a la investigación de la muerte de un escritor alcohólico de clase alta, cuyo cadáver ha sido encontrado, brutalmente apaleado y torturado. Ha dejado atrás cintas y escritos, indicios suficientes para que el detective se familiarice y simpatice con la víctima, y descubra que el escritor, Stanilad, había pasado los últimos años de su vida embargado de culpa por el fracaso de su matrimonio, intentando desesperadamente ganar el amor de una mujer, Bárbara, cuya frialdad y brutalidad son verdaderamente aterradoras y la sitúan como una de las grandes mujeres fatales de la historia de la novela negra, una mujer fatal que supera el paroxismo de las mejores mujeres fatales en la literatura de David Goodis.
Sin embargo, Staniland finalmente fuerza la mano de sus asesinos, los obliga a matarle. Para resolver el caso, el detective sin nombre se verá obligado a rehacer el mismo camino de la víctima y a repetir muchos de los mismos errores cometidos por él. Es abrumador el paisaje emocional de la novela. Staniland, un tipo de clase alta que renunció a su dinero y a su posición social para trabajar la tierra y morir borracho es en realidad el alter ego de Derek Raymond. A través de una serie de grabaciones, Staniland expresa su hondo pesar, su abismal tristeza, por casi todos los aspectos de su vida. Le enfurecen las injusticias del mundo laboral, la estupidez, la cobardía y la crueldad de las personas que le rodean y, más aún, sus propia estupidez al alejarse de su mujer y de su hijo y estrecharse contra las rocas inhumanas de una mujer incapaz de devolver el amor que siente por ella. En manos de otro escritor, la autocompasión exacerbada y la ira internalizada podrían parecer indulgente narcisismo, pero en manos de Raymond estos fragmentos impregnan el libro de una tristeza tangible capaz de trastornar al lector. Como el propio Raymond psicoanalizado de “Legacy of the Stiff Upper Lip”, su alter ego, Staniland, es una persona simplemente aplastada por el mundo. Y su destino es implacable, fatal: el lector sabe, porque las leyes del narrador son rígidas, que jamás podrá revertir esa situación. El horror de su muerte no radica en los pormenores sangrientos de su asesinato o la psicosis de su asesino, sino en el hecho de saber que él mismo la había buscado y no podía hacer nada para evitarla. La radical novedad de la novela es que su detective sin nombre, para resolver el caso, se coloca en una situación semejante frente a Bárbara, rozando el abismo de su propia muerte. No hay otra manera de resolver el caso.
Rodez y los diez años de silencio en Francia aúllan en su primera novela policiaca:… “invierno en Duéjouls, solo. Estoy de pie ante la ventana, de espaldas a la habitación vacía; he vendido los muebles que Margo no se llevó consigo. Veo como las ráfagas de lluvia atacan de un lado a otro la montaña frente a mí, arrancando las hojas de los álamos junto al río. Mañana termino la vendimia en los Champagnac, con esas cepas negras ribeteadas de rocío helado que azulea los dedos. Ayer me corté la mano con el cuchillo, sin sentir ni la mano ni el cuchillo. Vertí vino en la herida, es mejor que el iodo. El vino será innoble. Agua. Los Champagnac son los únicos que retrasan la vendimia hasta noviembre…”,
Una cita que permite apreciar hasta qué punto Stanilad es una figura cercana al propio Raymond. Es Derek Raymond ficcionalizando el asesinato del escritor Robin Cook.
“Murió con los ojos abiertos” es un libro poderoso, estilística y emocionalmente. Pese a ser intensamente cerebral, Raymond nunca vierte directamente sus opiniones. Las hilvana en una narración desordenada que, con todo, ayuda al lector a entender, a nivel emocional, lo que el libro intenta transmitir. Aunque a veces da la impresión de ser intensamente nietzscheano, Raymond no escribe sobre superhombres. Escribe sobre personas normales que no transcienden el mundo, lo sufren y lamentan su falta de justicia. Staniland es un hombre extremadamente sensible, inteligente y un escritor de talento, pero el mundo le derrota. La única que parece capaz de hacer frente a la existencia en su forma más cruda es Bárbara, su forma de incorporar el caos de la existencia es genuinamente extraño y aterrador. Bárbara es bellísima, distante y horriblemente fría. Siente un profundo desprecio por hasta la menor debilidad y responde solo a aquellos dispuestos a desprenderse de toda cautela y de todos los principios y la obligan a adoptar la forma que desea.
Así viven los muertos es la segunda novela de la serie policiaca de Derek Raymond. La decadencia que ocupa el núcleo de la obra narrativa de Raymond no se limita al entorno urbano. Aparece un cadáver en un almacén de Rotherhithe, desmembrado, calcinado con el fin de evitar la identificación, y dentro de cinco bolsas de basura. El narrador de la A14, la división de crímenes no explicados de la Met, el sargento sin nombre, es asignado al caso y debe operar a base de cerebro y sangre fría, en lugar de con los recursos y los contactos habituales, para descubrir mucho más que al asesino, para descubrir un mundo atroz en una pequeña localidad del sur de Londres, donde aparece un terrible secreto de su propio pasado, y donde, con una narrativa sorprendentemente elegante llena de ecos de Chandler, y a la vez de desnuda brutalidad, Raymond extrae el máximo partido al tema de la criogenización de los muertos, con un innuendo de horror que casi hace parecer infantil la última novela de Don de Lillo sobre el mismo tema. Raymond incorpora como ningún otro el horror a su narrativa, y el sombrío, laberíntico, lovecraftiano caserón donde se resuelve el final de la novela queda firmemente impreso en la mente del lector. No hay tregua entre el verde y agradable paisaje de Inglaterra i el horror gris y la amoralidad que él conoce también. La podredumbre está en cada uno de los personajes con los que nos encontramos. Nadie se libra de sus obsesiones. Y los que lo intentan, como el conferenciante que aparece al inicio del relato, explicándole a nuestro detective qué significa ser un psicópata, o se equivocan, son unos ignorantes o están fuera de contacto con la realidad. La verdad que nuestro hombre, y el propio Raymond, comprenden algo elemental: nadie está libre de culpa. Es pasmoso el fragor estilístico con que Raymond narra la lucha por cada pulgada de respeto que uno puede encontrar. Es pasmoso el idioma. La atmósfera. Es un túnel de los horrores el que va abriéndose paso para llegar a un final que juega con el horror desnudo.
Con estos elementos, uno sabe que si alguna vez le invitasen a señalar un escritor “raro” dentro del género se decantaría por Derek Raymond. Son los libros de Raymond los que uno alinea junto al ordenador, como un homenaje al más brillante entre los raros, el más sugerente y el más incombustible a su propia extrañeza. Conviene conocer la disciplina mental y estilística que subyace al fragor de la primera parte de su obra para saborear el rigor disciplinado, y a la vez barroco
Con estos elementos, y pese a estar aún muy desconocido en el mundo de habla hispana, Derek Raymond figuró entre los primeros participantes en las primeras ediciones de la semana negra de Gijón. El escritor era tan interesante como cualquier de los personajes que pululan por su obra, hasta tal punto hombre y literatura se confundían. Podría ser el sargento sin nombre de la división AK14, o podría ser cualquiera de sus asesinos. Si un director de cine quisiera dirigir alguna película adaptando una de esas novelas, podría echar mano del propio Derek Raymond, nadie hubiera podido superarle en el casting. Con la mirada hundida y la expresión infinitamente aguda y evanescente, podría ser también cualquiera de los asesinos en serie que el sargento sin nombre persigue a lo largo de esas novelas. Se guarda en la retina especialmente su aspecto con la boina de campesino francés que adoptó durante su estancia en Millaud y de la que ya pocas veces más se apearía. Es fascinante que su aspecto y su aura exterior no desmereciesen en absoluto del contenido de sus libros: llevaba exteriormente su misterio, ambulaba como el mejor embajador posible de la que sería la literatura de Raymond. En Gijón se hizo famosa su infinita capacidad para trasegar cerveza. Los que tuvieron la suerte de compartir alguna de esas cervezas con él, muy probablemente tuvieron la impresión de escuchar la voz de todo un periodo. Nadie se rebeló y desarticuló como él las nociones de clase de la vieja Inglaterra y sus incursiones por España y Francia a lo largo de los 60 traen noticias de un tiempo pasado, increíble.
Derek Raymond murió en 1994. Al año siguiente, la Semana Negra de Gijón editaba un pequeño volumen de relatos, en homenaje a autores que habían pasado por el certamen. El volumen incluía un relato de Derek Raymond. Cuando ya era un autor de culto en Francia, en España se le empezaba a descubrir por entonces. Y pocos años después aparecía, en traducción de Mauricio Bach, la primera novela traducida al español: “Yo fui Dora Suárez”, que a su vez es la novela que cierra el ciclo de la Factoría.
Quizá no era buena idea empezar por la última novela de la serie, sin conocer los antecedentes, ni las raíces, ni el territorio en el que nace la literatura de Raymond. Gran parte del juicio crítico la saludó como la novela más morbosa, desagradable, sangrienta y horripilante y repulsiva que se hubiera escrito jamás. Algunas otras novelas de Raymond han visto la luz recientemente (la editorial Ámbar ha publicado “El diablo vuelve a casa”, además de “Murió con los ojos abiertos”) pero los horrores de Dora Suárez vinieron a poner una especie de lindero entre el escritor y los lectores. Dora Suárez tiene el sabor de un frío, gris, abominablemente oscuro anochecer de invierno, y muchas de sus páginas son ciertamente casi ilegibles, tal es la brutalidad. Suenan lentas y premonitorias campanadas de muerte en los salones de Dora Suárez, en los campos de las novelas de Derek Raymond. Y por encima del horror innombrable que asalta al lector, la empatía que siente el sargento sin nombre por el cadáver mutilado y descuartizado de Dora acerca al texto a una especie de fúnebre poesía. Más allá de la soledad y del dolor, de su pobre vida infernal, Dora al menos será vengada en su muerte.
Con la muerte de Raymond, se cerraban las puertas de la Factoría. “Dead man upright” completa la serie sobre la división de la policía metropolitana londinense dedicada a la investigación de crímenes anónimos, personas cuyos cadáveres nadie reclamaría, personas desaparecidas en la soledad y el anonimato absolutos. Con él se iba también el sargento sin nombre asignado a la investigación de los cinco casos. El Derek Raymond que había heredado tanto de Orwell se definía a sí mismo en la elección de un investigador anónimo, que sin embargo es una de las voces más intensas de la novela negra. Su discurso acerado, profundamente moral, lleno de simpatía y empatía con las víctimas, y de rechazo hacia tantos postulados sociales, es hasta cierto punto declamativo. Es declamativo porque linda en muchos puntos con la poesía: un Chandler vaciado de ironías y metáforas audaces, reducido a lo esencial. Si hay algo que pueda dar una imagen de las novelas de la Factoría, es la imagen de la linterna del detective sin nombre internándose en la oscuridad insondable de un lugar asolado por un crimen espantoso. La luz de su linterna como última esperanza de redención frente a la abyección absoluta: la presencia humana, allí donde toda humanidad ha sido abolida. Es preciso alcanzar esa abyección absoluta para entender lo que significa al menos la luz de la redención. Por esa luz escribió y vivió Derek Raymond. Solo puedo decir que después de transitar junto al detective sin nombre por el escenario de tres de sus casos, el cielo tiene, a veces, un color Derek Raymond.
Al margen de la Factoría, Raymond escribió otras dos novelas negras que piden desde un lugar frío y desolado un reconocimiento póstumo, una debida justicia: “Nightmare in the street” y “Not till the red fog rises”.
Sería adecuado cerrar este breve sumario con la opinión de François Guériff, Jean Bernard Pouy, Jean Patrick Manchette, como corolario de la admiración que Raymond ha suscitado siempre en Francia, el país que de algún modo hizo suyo, y que también le ha hecho suyo a él.
François Guérif sobre Derek Raymond:
“Uno puede encontrar fechas, anécdotas, algunos de los hechos singulares de la vida de un escritor fuera de lo común nacido en la Inglaterra de los lores y las ladies con una cuchara de plata en la boca que, en un vagido, vomita cuchara, lores y ladies e Inglaterra entera para endosarse sucesivamente el traje de chófer de taxi, tiburón inmobiliario, hombre del hampa londinense, para acabar exiliado en Francia, en un torreón abandonado, cultivando viñedos y escribiendo algunas de las novelas negras más intensas de los últimos veinte años, y sobre todo haciendo escuchar la voz de un escritor que habla de su amor por la literatura, por la novela negra, con una sinceridad raramente alcanzada”.
Jean Bernard Pouy sobre Derek Raymond:
Una figura de la que es difícil hablar, hasta tal punto le hemos amado como ser humano, y hasta tal punto sus libros nos han provocado escalofríos. Intentando comprender y delimitar el mal, Cook se hundió en la tristeza ontológica a medida que se esforzaba por describirlo. Hijo de buena familia, inició una vida en los bajos fondos londinenses, para seguir en el tráfico de vehículos en España, el vino toscano, los taxis nocturnos, y acabar en la literatura negra como tinta de calamar. Desde su primera novela, escrita en cockney, es uno de los que ha despreciado sin fallas la sociedad inglesa, que no lleva precisamente en el corazón. Tras varias novelas sobre el Reino Unido, corroído por la crisis, desesperado por la falta absoluto de humanismo, escribe con Yo fui Dora Suárez ciertamente uno de los textos más negros de la literatura del género. Una novela de duelo absoluto y de posible redención, difícil de leer así, impunemente, en el que un investigador anónimo se identifica tanto con la víctima que se emplea en devolver su dignidad
Jean Patrick Manchette sobre Derek Raymond:
Llegó con su mujer y ligero de equipaje, veinte minutos antes de la llamada, a la una de la mañana. Seco como un mazazo, pretende estar en la cincuentena. Pero con su corte de pelo medieval y sus largos músculos, parece haber pasado treinta o cuarenta años llevando una salubre vida de pirata. Vive en las gargantas del Tarn, donde se emplea como obrero agrícola, con gran apoyo de tacos regionalistas: Putaing, Milladiou. En realidad es inglés, se llama Robin Cook, y es actualmente el mejor autor británico de novela negra. Me gusta desde hace diecisiete años. En 1966, Série Noire publicaba una extraña novela, Crema inglesa. Escrito en el intraducible argot rimado de los cockneys londinenses, la obra manifestaba tal desprecio por las conveniencias y el sistema, a ambos lados del telón de acero, que parecía anunciar el periodo de rebeliones que siguió.
Pasado por Eton, por Corea y por otros lugares dudosos, Cook, después de Crema inglesa, escribe varias novelas serias en los que se explica su desdén por el orden y su fascinación por la guerra de España “la última guerra justa que se haya librado”. Afectado de vértigo, para comer se emplea como trabajador en tejados. “me encontré a cuatro patas sobre el tejado. El tipo me dijo: ¡no! ¡de pie! Desde entonces ya no tengo vértigo.
Como tampoco le gusta salir, pasa el tiempo en los campos, arrancando uvas a las viñas. En este momento está instalado en Francia. Hay otro escritor llamado Robin Cook. Hasta los eruditos confunden a las dos autores: bah, ese otro, un pijillo, comenta el verdadero Cook, y cuando le digo que me ha parecido blanco, responde, “y buenas razones tiene para ello”.
Pero ha vuelto a escribir. Le soleil qui s`éteint” aparecido el invierno pasado, es la novela más feroz que se haya escrito sobre la gestión del terrorismo por las democracias corrompidas. Solo se muere dos veces, bajo la apariencia de novela policiaca, es el relato atroz de una investigación de rutina en la que un policía depresivo, que atraviesa los escombros de una Inglaterra hundida, refrenda la agonía que quiere elucidar. Leeremos pronto “The Devil`s Home on leave”, de la que Cook dice: “pasé tanto miedo escribiéndola, que fui a visitar al vecino y estuvimos bebiendo hasta el amanecer. Un extremista escocés nos explicó que un día se nos podría secuestrar todo en nombre del pueblo. Le respondí que conocemos cada rincón del terreno y que todos tenemos fusiles. Fingió que solo quería bromear.
El cine se interesa por el Cook reaparecido. Michel Audiard piensa adaptar Solo se muere dos veces .
Aristócrata dudoso, tankista, jugador profesional, aventurero, ha quemado su vida sin quemarse. Con un poco de dinero, arreglará la calefacción en su madriguera. Vaciamos cuatro cervezas. Pero, ocho días más tarde, lo que más me impresionará será la sonrisa de las comerciantes y de los comerciantes de telas, en la vecindad, cuando hablan de los dos ingleses. En una semana, Cook y su compañera se han hecho amigos de todo el barrio. Este crítico violento del desorden actual, este autor de textos horribles y que trastornan, lo que establece a su paso es la armonía.

Una entrevista con César Mallorquí

La aparición en 2016 de “Trece Monos” es una buena ocasión para rescatar una entrevista con César Mallorqui, en julio de… hace aproximadamente 20 años.

Se titula “El Círculo de Jericó”, y es uno de esos raros libros tocados por la magia, uno de esos libros que dejan un sabor demasiado precioso como para dejar que se escape. Tal vez si su autor se llamase Ray Bradbury, o Isaac Asimov, habría sido traducido a varios idiomas, habría recibido elogios, habría circulado entre un número mucho más amplio de lectores. Y tal vez su autor se nos hubiese escapado. Pero por suerte César Mallorquí no se nos escapó. Aún envueltos en la magia de “La Casa del Doctor Pétalo”, el ÚLTIMO relato que DEL el volumen (y quizá la mejor historia de la ciencia ficción española), aún vencidos por la sorpresa de estos extraños laberintos tejidos a caballo entre el planeta Borges y el planeta Bradbury, pudimos acercarnos a este misterioso madrileño para intentar desvelar lo que de por sí ya es una especie de misterio: un autor español escribiendo ciencia ficción. Y además excelente. Excelente ciencia ficción y excelente literatura: la literatura que se paladea, la literatura que hace soñar, la literatura que abre extrañas puertas a extraños mundos.

 

…”de alguna forma, todos hemos estado en Mansión, o hemos percibido, o hemos sentido Mansión alguna vez, y creo que ese arquetipo de Mansión, para mí, es el gran hallazgo del relato: un lugar donde se funden todos los lugares hermosos del Universo. Es el Paraíso, – o el Infierno -, es… nuestra infancia, o quizá la infancia era Mansión. Cuando éramos niños, una puerta podía abrirse a un mundo fantástico, y luego, desgraciadamente, cuando nos hacemos adultos esa puerta se abre a la cocina, o al wáter. Recuerdo un relato de Robert Heinlein, un autor que no me gusta demasiado, pero ese cuento sí: “Una puerta al verano”. Cuenta la historia de un señor que tenía un gato. Cuando llegaba el invierno, le abría la puerta para que el gato saliese, pero el gato veía la puerta y salía corriendo a la puerta de atrás, porque creía que esa puerta daba al verano. Me parece cautivadora la idea de que una casa pueda tener una puerta al invierno y otra al verano. Creo que todos, en algún momento, hemos cruzado una puerta que no pensábamos cruzar, y nos hemos encontrado en un mundo terrible, o maravilloso.

 

  • Debo confesar que, con la muchacha que protagoniza “La Casa del Doctor Pétalo”, yo crucé enseguida esa puerta cotidiana del salón, y con ella pasé al pasillo central que da a Mansión.
  • En “La Casa del Doctor Pétalo” yo quería recrear una sensación: una sensación real que, supongo, todos hemos tenido alguna vez. ¿No has tenido nunca la impresión, al entrar en un sitio donde has estado de niño, de que no ha pasado el tiempo? ¿de que todo sigue estancado? En otros sitios no, todo lo demás cambia, pero en esos lugares tu niñez permanece. Por un lado recuperas todo lo que has perdido, pero por otro eres distinto. Ese choque despierta la melancolía, pero ese espacio es real. Entonces yo pensé: ¿por qué no construir un escenario que estuviera plagado de esos espacios donde nada cambia, donde todo permanece estable, donde todo es tal y como fue, y seguirá siendo así para siempre?. En el fondo, no creo que sea una idea deseable. Tal vez los dos primeros milenios podría ser agradable, pero después podría ser un sitio terrible.
  • Enlazo la lectura de tus relatos con otros textos clásicos de la ciencia ficción, y en todos veo la expresión de una profunda melancolía.
  • La ciencia ficción habla mucho del futuro, pero sin duda hablar del futuro significa hablar del pasado, por lo menos como referente. Es la idea del tiempo como paso inexorable que todo lo destruye, pero que a la vez deja rastros de algo; un derrumbe prolongado que va amontonando cosas dentro de nosotros mismos, en el pasado, que a la vez proyectamos hacia el futuro. No es tristeza, es melancolía lo que hay entre esos restos. La ciencia ficción da la opción de expresarla con una voz nueva. Y en “La Casa del Doctor Pétalo” el escenario que propongo es tan vasto, tan abrumador… a fin de cuentas es un escenario muerto, en el cual las cosas no están vivas, naturalmente ni siquiera son, son el recuerdo de algo que fue. Algo que también me ha atraído siempre son los cuentos de hadas…
  • Y tus relatos guardan un claro sabor de los cuentos de hadas
  • Claro, porque son siempre terriblemente melancólicos. La Bella y la Bestia, por ejemplo, pero también “La Bella durmiente”: esa idea de un pueblo, de un reino que se queda dormido, y la hiedra que crece en torno a las personas … es tremenda, es una sensación tremenda. Y es el tipo de sensación que yo intento reflejar, de una manera más adulta quizá, en mis relatos.
  • Y sin embargo yo encuentro en ellos otra cualidad: la de ser absolutamente creíbles.
  • Este es un motivo de discusión que yo tengo abierto con otros colegas. H.G. Wells decía que un relato fantástico debe contener un elemento fantástico y nada más que un elemento fantástico. Todo lo demás debe ser real. En la ciencia ficción no es así. El mundo que recrea está tan alejado de tus coordenadas que debes hacer casi un acto de fe intelectual para aceptarlo. Yo prefiero partir de la realidad, o ni siquiera de la realidad, de la cotidianidad de unos personajes, y sobre ellos construir lo fantástico. Hay una razón de peso: el contrapunto. Si tú a algo fantástico le añades algo más fantástico consigues un efecto. Pero si tú en algo cotidiano introduces un elemento fantástico, ese elemento fantástico se potencia, precisamente por el entorno cotidiano en que se encuentra. Por ello, ni uno sólo de mis relatos ocurre en el futuro, o en un entorno reconocible como tal futuro En mis relatos no hay robots, no hay naves espaciales, no hay marcianos. Hay personas normales, circunstancias no tan normales.
  • Y una de las características parece ser la ternura que el autor siente hacia esos personajes.
  • Siempre. Mis personajes no me tienen que asombrar ni sorprender ni maravillar por su inteligencia ni por lo que dicen. Nunca son grandes científicos, ni gente poderosa. Pero sí me tienen que resultar tiernos, me tienen que resultar humanos. Me gusta, o intento construirlos, de manera que resulten entrañables al lector. En el caso de “La Casa del Doctor Pétalo” es evidente: ¿quién no ha conocido alguna a una chica como esa?
  •  Entiendo que es un modo de buscar tu propia voz.
  •  Un intento al menos. Yo intento desmarcarme de los demás, considero fundamental tener una voz propia. Intento decirle a los que no gustan, a los que odian incluso el género, que intenten leer lo mío, aunque sólo sea para darse cuenta de que hay cosas diferentes, lejos de los estereotipos. Ursula K. Leguin dijo que la ciencia ficción era la ficción disciplinada. A mí no me gusta esa definición en la medida en que ficción disciplinada es todo, es Romeo y Julieta. Yo la corrijo ligeramente y digo que la ciencia ficción es la fantasía disciplinada. La buena ciencia ficción aporta un rigor a la fantasía, algo así como si le dijese: mira, tú inventate lo que quieras, dame los puntos de partida más fantásticos, absurdos o surrealistas que quieras, dime cuáles son: son éste, éste y éste. Vale, pues a partir de este momento, cuando te pongas a escribir quiero que todo se atenga a ese criterio. Emplea esos elementos irreales, pero empléalos con lógica, no me subviertas la lógica, no me rompas tu juego. Una vez establecidas esas premisas, lo que hace la buena ciencia ficción es interrogar: vamos a ver qué pasa. Por ejemplo, ese relato de Saramago donde una epidemia deja a la humanidad ciega. Existe una novela de ciencia ficción previa, es “El día de los Trífidos” de John Wyndham, que parte de la misma premisa. Toda la humanidad se queda ciega, todos menos unos pocos. Es una novela preciosa, es una novela apocalíptica. La única que te describe un apocalipsis y en la que al final, sin embargo, los protagonistas llegan a la conclusión de que a fin de cuentas todo ha sido bastante divertido. Ese “qué pasaría” es el campo de batalla de la ciencia ficción: enfrentarse a la extraño, afrontar ideas nuevas y ver en qué medida afectan al ser humano. Sin el ser humano, la ciencia ficción, como cualquier otro género, carece por completo de interés. Hay una novela maravillosa que lo ejemplifica. Está escrita por alguien, como Bradbury, muy dado a la melancolía. Se llama Clifford Simak, y es uno de mis autores preferidos. La novela se titula “Ciudad”, y en ella la humanidad, en un momento dado, hace evolucionar a especies inferiores. A los perros, por ejemplo, los dota de inteligencia. Pero justo cuando la humanidad ha alcanzado el desarrollo tecnológico que permite, por manipulación genética, crear una raza de perros inteligentes, la humanidad se va, se va a otro sitio, desaparece. Lo que queda es una sociedad de perros alterados que sienten una inmensa nostalgia del hombre, desean estar con el hombre, el fin de sus vidas es reencontrar al hombre porque han perdido una parte de su ser en el momento en que el hombre se ha ido y los ha dejado. Una vez más, la ídea de pérdida, la melancolía.
  • ¿Y la ciencia? ¿qué papel juega aquí la ciencia? ¿has llegado a la ciencia ficción por interés en la ciencia real?
  • De entrada, no soy científico. Mi formación es humanista, pero la Ciencia me ha interesado mucho en la medida en que no podemos entender el mundo actual sin la Ciencia. La Ciencia ha hecho avanzar el pensamiento no sólo en sus aspectos técnicos, que es lo que tendemos a ver, no soló es la invención de la bombilla eléctrica o de las naves espaciales, que son consecuencias muy llamativas de la Ciencia, pero la Ciencia sobre todo nos ha hecho cambiar el pensamiento. Es decir, el hombre medieval era un un hombre que aceptaba lo sobrenatural, y aceptaba el determinismo de un destino, de un futuro, de su propia realidad con un sentimiento fatalista de la vida. El hombre moderno que surge de la Revolución Industrial es relativista, duda. Ahora nada está tan claro. Dios está de lado, la teoría de la relatividad dio paso al cubimo, porque no hay un solo punto de vista, hay muchos puntos de vista. La realidad depende del punto de vista del observador, y así el pintor se plantea observar la realidad desde todos los puntos de vista Esas ídeas científicas a veces son muchísimo más abstractas y plantean interrogantes muchísimo mayores que las respuestas que por otro lado puedan encontrar. Hasta la mecánica newtoniana el Universo era una máquina ajustada, que funcionaba como un reloj, era determinista; luego llega Einstein y dice que hasta cierto punto es verdad, pero no del todo, es un reloj que funciona de diferentes maneras según lo contemples de un lado o de otro, es decir, no hay una única visión de la realidad, y luego llega la llamada física cuántica y da un paso tremebundo más allá, y dice: quizá no dependa de dónde mires, sino que depende de cómo lo miras; algunas conclusiones de la mecánica cuántica llegan a afirmar que nosotros creamos el universo en la medida en que lo observamos: claro, eso es ya casi religión, casi mito. La ciencia es un medio de acercarse a la realidad. Si la realidad es un bloque de cemento, cuadrado, cúbico, la ciencia lo pondrá ante tí como tal y encontrará una serie de fórmulas que lo describan, pero si la ciencia te dice que la realidad es multiforme, que la realidad puede depender de mil factores, y actúa en determinadas condiciones de una forma pero en otras condiciones de otra, ya no te da tanta seguridad, tanta firmeza, la realidad se convierte en algo tangencial, con lo cual ya no hay determinismo, simplemente puntos de vista, criterios no absolutistas y entonces yo creo que a partir de ahí la ciencia puede llegar a convertirse en una forma de poesía.
  • Y al fundirse ciencia y poesía nos encontramos con un género, la ciencia ficción, que parece dotado de capacidad ilimitada para recrear otros géneros..
  • En mi opinión ocurre así porque, a diferencia de otros géneros, la ciencia ficción carece de unas coordenadas perfectamente delimitadas: ninguno las tiene perfectamente delimitadas, pero los de la ciencia ficción son extraordinariamente difusas: a mí me gusta mucho en mis relatos investigar esas zonas de frontera. Frontera entre géneros hasta no poder saber si esto es ciencia ficción o no lo es. Mi última novela “El coleccionista de sellos” es una novela de ciencia ficción, ha ganado un premio de ciencia ficción, y sin embargo es también una novela policiaca, pero clásicamente policiaca. Un investigador de policía está investigando unos asesinatos en el Madrid de 1939, al final de la Guerra Civil española. Toda la parte visible de la narración es básicamente policiaca; sin embargo su estructura es una estructura de ciencia ficción clásica, fantástica, que es la que retuerce todo el relato, la que convierte un estereotipo de relato policiaco en algo distinto: ahí es donde creo que la ciencia ficción puede aportar algo a los géneros: renovarlos. Al aportar a la novela policiaca el elemento fantástico, quieras que no algo va a pasar, le estás añadiendo algo nuevo. Yo quiero pensar, o me gusta pensar que la ciencia ficción es el realismo del fantástico. Cuando tu al género fantástico le aportas un elemento realista es cuando surge la ciencia ficción.
  •  Y más allá de los géneros, la ciencia ficción parece capaz incluso de inventar literaturas
  •  Ahí quizá sea un poco escéptico. Creo que muy pocas literaturas se han creado, y muchas se han recreado, o reconvertido. Posiblemente Lovecraft sí creó una mitología con cierta originalidad, pero muchas otras mitologías de la ciencia ficción son readaptaciones de mitologías previas. Es fácil ver en una novela ecos de la mitología celta; sobre todo a finales de los 70 y durante los 80 hubo una explosión de influencia celta en toda la ciencia ficción y la fantasía. De tal modo que, lamentablemente, creo que han matado la fuente maravillosa de mitos que es el mundo celta, única herencia no grecolatina que nos queda en Europa. Hay un autor, muerto hace poco tiempo, Roger Zelazny, cuyas novelas son en su mayor parte recreaciones de mitologías en clave de ciencia ficción. Uno de sus libros toma como base la mitología egipcia, otro la mitología hindú. Zelazny recupera los valores arquetípicos del mito en un entorno distinto, y los revitaliza de repente, cobran nuevo vigor cuando eso se produce de una forma fuerte y bien conseguida. Hay muchos , muchos otros ejemplos: Symmons, en su novela “Mundo Interior” me está recreando los cuentos de Canterbury, y el propio Zelazny recrea las sagas nórdicas en sus novelas de “Ambar” y de “Viernes el Maldito”. La ciencia ficción toma algo de fuera y lo reconvierte: es un procesador de ideas y de conceptos. Como género tiene unos cuantos temas propios, pero sólo unos cuantos, si va más allá tiene que tomar prestado de otros géneros: la ciencia fícción clásica son viajes por el espacio, viajes por el tiempo, el superhombre, la mortalidad, una serie de temas. Si concluyes esos temas, pueden surgir otras propuestas, como ha surgido el cyberpunk de William Gibson en relación con las computadoras, cuando las computadoras se imponen, pero esto ocurre de una forma muy lenta, digamos que es una aportación que el desarrollo de la sociedad le va haciendo. En realidad, cuando quiere salirse de ahí tiene que retomar, tiene que irse a otras culturas, o tiene que ir a otros géneros.
  •  Y sin embargo, a pesar de la innegable calidad de tantas obras de ciencia ficción, no es un género que haya conseguido transpasar la barrera de cierto prejuicio por parte de la crítica, e incluso del lector, al menos en este país, ¿cómo te lo explicas?
  • Yo creo que la crítica culta, la crítica oficial, comete el error platónico del idealismo, de creer que las ideas están por encima de las realidades. Ellos fabrican la idea de género, y le dan unas coordenadas. Pero hay un elevado porcentaje de obras de género que van más allá de las  normas, es una obligación. El escritor se encuentra, cuando se pone a escribir, con un enorme bagaje de autores que han ido aportando su granito de arena, o su piedra, o su peñasco, al género. El no puede limitarse a construirse su casita con esos materiales. Tiene que aportar algo más, o por lo menos intentarlo, o dejarse la piel en ir más allá. Cuando eso sucede, cuando uno de esos autores tiene éxito y crea una obra que ni siquiera la crítica oficial puede negar, entonces los críticos hacen algo que a mí me produce una tremenda rabia, y es inmediatamente decir: no, emplea el género como  excusa para subvertirlo e ir más allá, hasta que finalmente esto no es género. Yo diría: es entonces cuando es género, es precisamente entonces cuando es género. A mí me da mucha rabia que la gente hable de “1984”, de Orwell, o de “Un mundo feliz”, de Huxley, y digan, no, esto no es ciencia-ficción. Un momento, )como que no es ciencia-ficción? Es básica e intrínsicamente ciencia-ficción. Existen muchísimas obras que están en estas coordenadas, mejores o peores, pero están ahí, esto son buenas obras de ciencia-ficción. Con lo cual ocurre algo muy sencillo y es que nos despojan de lo que es nuestro, nos quitan lo bueno y nos dejan sólo lo malo. Entonces dicen: no, no, tú escribes basura, o la ciencia-ficción es basura porque lo que no es basura ya no es ciencia-ficción. Es como un sofisma del que es muy difícil apartarse y decir, no señor, vamos a tener en cuenta qué es ciencia ficción. La ciencia-ficción trata de estos temas, tiene estas coordenadas, y funciona de esta determinada manera. ¿De acuerdo?. Bueno, pues todo lo que encaje ahí va a ser, y no me lo saque, simplemente porque no encaja dentro de su pequeña visión de lo que es el género. 
  •  Y para tener una visión amplia, ¿por dónde deberíamos empezar? En mi caso, confieso que fue Bradbury mi primera revelación.
  • La primera etapa de su obra me fascinó. Me descubrió, a una edad muy temprana, que la ciencia ficción podía ser otra cosa, muy distinta. Cuando escribe las “Crónicas Marcianas”, bueno, eso no es el futuro: son los años 30, 40, y por supuesto no es el planeta Marte. Toda esa capacidad de utilizar la ciencia ficción para hablar no sólo de la realidad, sino de dar una visión literaria de la realidad es tremendamente interesante. Uno de los escritores que considero más interesantes, Alfred Bester, tiene una novela, su segunda novela, titulada “Tigre, Tigre”, donde recrea “El Conde de Montecristo”, y juega con la idea de qué hace cambiar a una persona, en concreto en esta novela es un individuo que ha naufragado en el espacio, pasa una nave espacial, él lanza bengalas, y la nave le deja abandonado. Este hombre era el cocinero de una nave espacial, casi subnormal, muy limitado, sin ninguna cultura, pero de repente, ante ese sentirse abandonado por la nave en que había depositado su esperanza, cambia, y le hace cambiar el odio,  el odio le hace convertirse en una persona absolutamente distinta. Es una idea fuerte, es decir creo que lo que nos hace cambiar son grandes emociones más que grandes ideas. Y si una idea nos cambia es porque nos ha provocado una intensa emoción. Creo que somos seres pasionales más que intelectuales. Seres emotivos, más que racionales. La literatura es una fuente de sueños, hasta la literatura más realista, algo que muchos escritores y críticos olvidan, la literatura siempre es ficción, siempre es el sueño de alguien, un sueño más pegado a la tierra, o más alejado como en el caso de los sueños que yo pergueño. Hay una novela de un escritor inglés, Ian Watson, en que una nave espacial llega a un planeta, y ese planeta es exactamente igual a la reproducción del Jardín de las Delicias del Bosco. Es como si alguien se metiera en el cuadro y recorriera todos los paisajes. Todo lo que es un cuadro se convierte en una historia. 
  •  Hay una tradición fantástica muy interesante en el mundo hispánico que viene sobre todo de la literatura argentina. ¿Te sientes ligado a ella de algún modo? 
  • De entrada te digo que sí. En mi caso personal, cuando afronté la creación de una obra propia de ciencia ficción, de fantasía, me fijé mucho en Argentina. Creo que los argentinos han sabido adaptar la tradición fantástica anglosajona. Esta tradición es abrumadora, hoy en día la mayor parte de lo que se publica viene del mundo anglosajón. Pero los argentinos lo han sabido reconvertir muy bien. En el caso de Borges no muy bien, magistralmente. Tengo siempre un libro suyo al lado, lo leo y lo releo, sabiendo que jamás podré hacer nunca nada parecido a eso. Borges es el autor que más admiro. Es posible plagiar a Borges, pero no escribir como Borges. Y ya en España hay un autor del que me siento muy cercano, José María Merino. Me gusta mucho Merino. Comparto, o aprecio, su criterio a la hora de afrontar lo fantástico, e incluso la ciencia ficción, que él también aborda de un modo u otro en determinadas partes de su obra. 
  • Tienes experiencia también como guionista. ¿Has tocado el género en tus guiones?
  • Sí. He trabajado con “La Fura dels Baus” porque quieren promover una película para televisión. Se titula “Clone”. Hay una sociedad apocalíptica en la que la fecundación normal entre seres humanos no es posible y se tiene que recurrir a la clonación. Me gustaría promover también una pequeña serie para televisión, pero con la ciencia ficción que a mí me gusta escribir no lo veo muy factible; es decir, una ciencia ficción miniaturista en la cual las ideas fantásticas están más condicionadas por el entorno normal y cotidiano, familiar incluso. De momento son sólo pensamientos y apuntes, quizá dentro de unos pocos años lo promueva. Las televisiones son tan raras que vete tú a saber. 
  • Tú “Círculo de Jericó” podría ser una maravillosa serie de televisión, si en este país existiese televisión. ¿Cómo reaccionan los productores cuando les sugieres tus proyectos?
  • Se asustan. Se asustan porque piensan que es muy caro. Están deformados por Expediente X. Yo les digo que hay otra forma de hacer ciencia ficción, barata, sin necesidad de grandes efectos especiales, sin necesidad de grandes movimientos de masas. Pero no lo tienen muy claro porque, no es que no lean ciencia ficción, es que en general los productores no leen nada de nada.
  • Parece una batalla muy difícil.
  • Parece una batalla perdida.

(julio 1997)

El tsunami en la DGT

La dimisión de María Seguí denota problemas enquistados en la DGT desde hace mucho tiempo. Que estos problemas sean múliples y de muy diversa naturaleza no significa que no sea posible encontrar quizá un elemento común: el hecho de que la DGT depende del Ministerio del Interior, cuando en realidad debería depender del Ministerio de Transporte, como sucede en prácticamente todos los países. Si pertenece al Ministerior del Interior es en buena parte porque la DGT es una subsección de la Guardia Civil, que ejerce un gran control sobre el organismo.